viernes, 12 de octubre de 2012

Dies irae.

La vida, ese algo que carece de sentido concreto y que tanto nos invade en nuestros pensamientos para hallárselo.
Te paras y observas alrededor; el ser humano saca partido, cuando puede, del más desfavorecido, cuando nos instruyen desde pequeños que lo mejor es ayudar al prójimo; ayuda que, en verdad, sólo unos cuantos quieren que se la brindemos para simple beneficio propio. Llamamos vida a la continua decadencia que es la realidad, al conjunto de sucesos que conllevan al equilibrio sumo que es la muerte, y aún así en la muerte continuamos nuestra decadencia para otros.

¿Qué te queda, pues, cuando por todo lo que has luchado y creído deja de existir? Aquella luz que te dio esperanzas se consume allá en el horizonte cual vela en una habitación que nunca llegas a alcanzar. ¿Y después? ¿Qué? Ya no quedan esperanzas, ya no quedan alegrías. Las dudas se convierten no en un motivo por el que adentrarse a lo desconocido, sino en el conocimiento de que más adelante puede que no haya más nada que merezca la pena.

¿Para qué esforzarse entonces si nada tiene sentido?

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